La soledad es la esfera del miedo
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Text inèdit de Josep Ratzinger
El artículo del credo sobre el descenso del Señor a los infiernos nos recuerda que de la Revelación cristiana forma parte, no sólo el hablar de Dios, sino también su callar. Dios no solo es la palabra comprensible que se acerca a nosotros, también es la causa callada e inaccesible, incomprendida e incomprensible, huidiza. Ciertamente, en el cristianismo hay una primacía del logos, de la palabra con respecto al silencio : Dios ha hablado, Dios es la Palabra.
Pero tampoco podemos olvidarnos del verdadero escondimiento de Dios. Solo cuando lo hemos conocido como silencio, podemos esperar oir también su hablar, que emana de su silencio. La Cristologia culmina en la cruz, el momento de la tangibilidad del amor divino, en la muerte, en el silencio y en la oscuridad. En el grito de muerte de Jesús : " Dios mio, Dios mio ¿ por qué me has abandonado? " el secreto de su descenso a los infiernos se hace visible, como una lámpara en el medio de la noche (...)
Esta oración presentada como un grito en medio de la oscuridad de Dios, acaba con una exhaltación de su grandeza . Se ha dicho que en este artículo de fe, el término " infierno" solo sería una traducción errónea de sheol ( en griego hades) palabra con la cual el hebreo definía aquella condición, más allá de la muerte, que se imaginaba de un modo muy vago, como una especie de existencia en la sombra, más un no ser que un ser. Por tanto la frase habría significado originalmente que Jesús entró en el sheol, o sea que murió. Puede que ésto sea verdad.
Pero permanece la cuestión de que es verdaderamente la muerte y que sucede después, cuando alguien muere y penetra en el destino de la muerte. Todos debemos admitir nuestro embarazo ante esta pregunta. Pero quizás podríamos intentar un acercamiento partiendo del grito de Jesús. En esta última oración, así como en la escena del Monte de los Olivos, parece que el motivo más profundo de su Pasión, no es el dolor físico, sino su soledad radical, su completo abandono.
En este punto aparece verdaderamente el abismo de la soledad del hombre como tal, del hombre que en lo más íntimo está solo. Esta soledad, que por lo general está cubierta de muchos modos, significa al mismo tiempo la más profunda contradicción en la esencia del ser humano, que no puede permanecer solo, sino que tiene necesidad de comunión. Por tanto la soledad es la esfera del miedo.
Aclarémoslo con un ejemplo. Si un niño debe caminar solo por un bosque en mitad de la noche, tiene miedo, también aunque se le haya demostrado que no tiene nada de lo que temer. En el momento en que está solo en la oscuridad y siente la soledad de manera radical, surge el miedo, el verdadero miedo del hombre, que no es miedo de algo, sino un miedo en si mismo. El temor hacia algo determinado es, a fin de cuentas, algo inocuo; puede ser exorcizado alejando el objeto en cuestión.
Lo que aquí tenemos es algo más profundo : el hecho de que el hombre, cuando encara la soledad definitiva, no tiene miedo de algo determinado, sino que tiene miedo de la soledad, de la inquietud y de la suspensión de la propia esencia, algo que no puede ser superado racionalmente. Es el estar a solas con la muerte, la siniestra sensación de la soledad en si misma. Debemos preguntarnos como puede ser superado un miedo así. El niño perderá su miedo en el momento en que haya una mano que lo tome y lo conduzca. También áquel que esté a solas con la muerte sentirá decrecer el impulso del miedo si alguien está con él. Debemos ir un poco más allá. Si existiese una soledad tal que ninguna palabra de otro pudiese llegar y tener un efecto transformante; si hubiese una suspensión de la existencia tan grave, que en ese lugar no pudiera haber ningún tú, entonces tendría lugar esa verdadera y total soledad que el teólogo llama infierno.
Lo que significa este término podemos definirlo precisamente así: una soledad en la cual no puede penetrar la palabra del amor y que significa la verdadera suspensión de la existencia. En este contexto es preciso recordar que los poetas y los filósofos de nuestro tiempo están convencidos de que todos los encuentros entre los hombres permanecen, sustancialmente en la superficie; nadie tendría acceso a la verdadera profundidad del otro.
Todo encuentro, aunque pudiera parecer bello, a fin de cuentas no haría otra cosa que narcotizar la incurable herida de la soledad. En lo más íntimo y profundo de cada uno de nosotros habitaría el infierno, la desesperación, la soledad, que es tan indefinible como terrible. Sartre ha constituido su antropología sobre esta idea. De hecho una cosa es cierta. Hay una noche a cuyo abandono no llega ninguna voz : hay una puerta que podemos atravesar solo en soledad: la puerta de la muerte. La muerte es la soledad por antonomasia, Pero aquella soledad en la cual el amor no puede penetrar es el infierno.
Con ésto nos situamos de nuevo en nuestro punto de partida. Cristo ha atravesado la puerta de nuestra última soledad; en su Pasión ha entrado en el abismo de nuestro ser abandonado. Allí donde no se puede escuchar ninguna voz, allí está Él. De este modo el infierno está superado; o mejor: la muerte, que antes era el infierno, ya no lo es más. Ambas cosas no son ya lo mismo, porque en el corazón de la muerte está la Vida, porque el amor habita en su corazón. El infierno es, o una clausura voluntaria, o como dice la Biblia, la segunda muerte.
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