La llengua hebrea

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La llengua hebrea és una llengua misteriosa, no en el sentit de que sigui estranya sinó en el sentit de que cobeja sentits i significacions que se’ns escapen a priori. És tot un repte i un plaer endinsar-s’hi per descobrir-los!

Robert Aron : “ Los años oscuros de Jesús”

El hebreo no comporta por escrito sino consonantes. ¿Por qué es esto? Es que en tiempo de Jesús, todos los judíos la han escuchado antes de verla escrita. Sus versículos les son ya familiares antes de que hayan aprendido a distinguir los caracteres. Desde entonces, para hacer lectura es suficiente tener estas señales, estos encuadramientos que constituyen las consonantes: incluso si faltan las vocales, la memoria, la tradición, las restituyen a su sitio.
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(su) vocabulario casi está reducido a lo esencial, a los sustantivos, portadores del acto, y a los verbos que le llevan a cabo. Se trata de una lengua sin sutilidad artificial, toda ingenuidad y fe, de la que se ha podido decir tanto que es la de Dios como que es la de los profetas y los poetas, son dos las categorías de usuarios a quienes no se atribuye jamás, los filósofos o tecnócratas que no sabrían qué hacer con ella para sus empleos dialécticos y geométricos.
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En el origen todos los nombres corresponden a realidades: nombres profanos, nombres de personas o nombres de lugares, no son, como en nuestros días, signos exteriores a su objeto, etiquetas intelectuales sobreañadidas por razones sea de adorno, sea de comodidad; representan para sus contemporáneos, la naturaleza misma de cada ser o de cada lugar: son un poco los encantamientos que determinan su decir: «Yhavé fue misericordioso», Emmanuel «Dios con nosotros», y Jesús mismo «él salvará». Así es como en el primer libro de la Biblia cada vez que nace un nuevo hombre, el texto sagrado  explica la significación de su nombre. 
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Para una lengua semítica, como la que hablaba Jesús, lo que importa, antes que el contenido lógico de cada vocablo, es su poder sobre el hombre, la emoción que despierta en él, la atmósfera sentimental en la que le baña. Por lo cual, nociones distantes intelectualmente, pero sentimentalmente vecinas, pueden habitar el mismo vocablo. Tsedek, esta palabra llave de toda moral judía, designa a la vez a la justicia y a la caridad, y evoca la verdad inseparable de la una y de la otra. Shalom, esta constante aspiración del alma judía, quiere decir a la vez paz, dicha y perfección. 

Incertidumbre lógica si se quiere, o más bien, imprecisión. Pero es en realidad precisión de otro orden que, creando en torno a una palabra una red de afinidades, matiza y enriquece su sentido y la hace sumergirse más aún en los arcanos de la conciencia: ¿no son éstos más permeables a las emociones del corazón que a las precisiones del diccionario? La vida íntima del hombre no hace sino una con su lenguaje: qué certidumbre y qué reposo. Así el hombre se instala y habita en el centro del vocabulario. Se instala y habita así en el centro del universo.

Lo testimonia la sintaxis con un ejemplo asombroso. En las lenguas greco-latinas, la relación del objeto poseído con el que lo posee se expresa en genitivo. Domus patris, la casa del padre: el nombre del objeto poseído no varía y queda en nominativo. El del poseedor varía y se declina. Esto es admitir que el elemento fijo, el elemento invariable y estable en el mundo es el objeto: el hombre, elemento variable, se transforma en función de sus vínculos con el fragmento de universo que está en su posesión. En hebreo bíblico, es exactamente al contrario. Lo que se llama «estado construido» es el del objeto poseído: por el hecho de que pertenece a un hombre, cambia de caso, en tanto que su poseedor queda invariable. Casa (baith) del padre (ab) se convierte entonces en beth-ab en el que beth varía y no ab.

«Imperfecto», «perfecto», en hebreo como en arameo, no evocan un momento del tiempo, sino su movimiento. Lo que en ellos importa al judío bíblico, lo que quizá en nuestros días importa todavía a otros pueblos semíticos (como los árabes) no es anotar exactamente el momento en que un hecho se sitúa, sino saber si está o no acabado. La distinción esencial que las lenguas semíticas antiguas piden que exprese el verbo es la que hay entre lo terminado y lo no terminado. Es el flujo del tiempo el que cuenta: no son sus etapas.

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